
La luz se apaga y suena una canción de hace años. El azul de la ciudad entra por la ventana y se tumba en medio del salón, como un gato. Intuyo las palabras que serpentean directamente desde mi mente hasta el techo, hacen piruetas en torno a la lámpara del salón, luego recorren los rincones y se pierden por el pasillo, en dirección a mi estudio o, tal vez, camino de mi almohada. El hielo se derrite, se desliza al mismo tiempo que yo lo hago sobre el sillón, los muebles me miran y se quejan, agazapados, tímidos, perdidos en la niebla tibia y placentera de la noche. Al poco todo se vuelve esponjoso, ligero, la vida recobra su sentido y se gusta, y me tapo los ojos con mis manos para creer lo que estoy viendo, lo que no puedo ni siquiera ocultar. Por el suelo se arropan, como termitas, las manos y las huellas de personas que alguna vez pisaron junto a mí, que se recostaron sobre mí o a mi lado, que me dejaron su calor para luego salir de mis días, para abandonar el mundo que una vez me atravesó y desapareció como un sueño. Nombres, imágenes, realidades que ya no son, que no volverán a ser, relojes sin hora, copas que se vaciaron, besos que se regalaron con generosidad y que no dejaron más que recuerdos de algodón dulce y alguna llamarada azul, como la luz de Madrid a las 3 de la madrugada. Termina la canción, el silencio se frota conmigo, ronronea, siento su latido envolvente. Me abandono, le susurro al oído y me entrego a su abrazo líquido, a su olor, a mi olor, a su sabor, a mi sabor. Y lo hago sin desmayo, y me pierdo en él. Qué vida.
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