
Pensaba que escribía para mí, para recordarme, para encontrarme cuando necesite buscar algo que creía perdido, para hallar esa memoria que a veces se desvanece y se pierde como el humo de un cigarrillo. Pero no, me doy cuenta de ese error ahora.
Pensaba que intentaba hablar de cosas bonitas, como son bonitas esas canciones que nunca se borran, como es bonito que, de repente, te pongas a tararear “les veo bailar, callados, sobre un amor tan fuerte, ella dirá aquello que él no se atreve”, o “hoy también llegará recién peinado, pasará por delante sin poder disimular su amor”, o “el vestido blanco se alisa y planea”, o... Pero no, también en eso estaba equivocada.
Incluso he llegado a creer que este blog era enteramente mío, que leerlo y leerme eran una misma cosa, que aquí estaba yo sin más –ni menos-, tal como me veo y tal como es lo que me rodea, la gente que quiero y me quiere, la vida que vivo y me vive. Una vez más me equivoqué.
Porque, quien quiera que seas y donde quiera que estés, tú también formas parte de esto. Aquí están mis sentimientos, tal vez, pero dejan de serlo en cuanto los comparto contigo. Tuyos son, incluso, más que míos. Cada vez que entras, sales conmigo. Cada vez que salgo, algo tuyo me llevo. Y así cada palabra que escribo es tuya, y cada hecho que transcribo no es más que el comienzo de una nueva vivencia que llega y se expande, como una sonrisa, como las hojas que se mueven con el viento y acaban lejos, muy lejos, del árbol que las hizo crecer.
Musictoday: Un agujero en el cielo, Esclarecidos.
Nightbooktoday: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de Raymond Carver.
Wordstoday: "Your world is your mirror, you are the most important statement you can make." Rowan Gabrielle.
The pianoboy
Viajamos juntos en el metro, camino del conservatorio. Sus padres, felices, el chico, siempre en silencio, y yo, mirándolo al él y a sus padres, cómplice. Bajo el brazo, su bloc de partituras, su nombre escrito con letras de colegial.
-¿Estás nervioso?
-Un poco.
-No ha dormido en toda la noche –señala su padre, con cierto orgullo. Su madre me mira y sonríe tiernamente. Es hermosa, aún joven en el brillo de sus ojos, luminosa dentro de su vestido malva. Luego, en el conservatorio, me doy cuenta de que la sala está llena de gente como esos padres, todos con la predisposición más humana, tan llena de esa inquieta dulzura que se recupera a veces de la más tierna infancia. El mundo no es así, lo sé, pero debería serlo más a menudo.
Nocturnos de Chopin, piezas sencillas de Beethoven, algunas más de Mozart... música de academia, intemporal. Antes de sentarse, el chico mira hacia el público y hace una reverencia. Encuentra a sus padres, cruza su mirada con la mía, sonríe, se acomoda y pone sus manos sobre el teclado. La belleza era esto, pienso, horas incansables de la sobremesa y velados sentimientos lejanos en el tiempo y en el espacio. Cuando termina, se queda un instante esperando que la caja del piano deje de sonar, luego vuelve al público, vuelve a nosotros. Y toda su inocencia se derrama y nos derrite. Y vuelvo a pensar: la felicidad existe, tal vez sea efímera y volátil, pero sólo hay que buscar un poco para poder abrazarla a corazón abierto.
Te besaría la frente, pianoboy, me he pasado todo el camino de vuelta llena de ti, en el metro, entrando en el ascensor, al despedirme, ahora en casa, mientras escribo esto. Pero ya ves, también yo me sonrojaría al hacerlo. Y sé que algún día te hablaré de ello, pero ya no será lo mismo, porque se habrá desvanecido la fuerza de este momento.
Y sé, también, que me arrepentiré de no haber hecho ahora otra cosa que garabatear estas sentidas -pero torpes- palabras sobre el pentagrama de mis emociones diarias.
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