En estos tiempos en que pareces un bicho raro por no haber leído ni tener la menor intención de ir a ver El Código da Vinci, al menos te queda la satisfacción de Ken Loach y Almodóvar en Cannes. No, tampoco idem idem El Señor de los Anillos ni idem idem Harry Potter en el drugstore de la esquina, aunque reconozco que un día compré en Círculo de Lectores las novelas de Tolkien. O sea, que no soy una friki, aunque lo que siempre me han reprochado es mi esnobismo, tal vez porque sólo se me ve con viejos y con lesbianas (“pudiendo tener a tus pies los chicos más tremendos de París”) y porque trabajo de camarera en vez de aprovechar las influencias de mi padre.

Todas estas cosas te las pueden decir cuando estás pensando en voz alta si merece la pena ir esta noche a Le Triptyque para ver a Fredrika Stahl o mejor te quedas en casa de Georges oyendo sus discos de Shostakovich en vinilos de Melodiya, aun a riesgo de lamentarte a las seis de la mañana de mañana, cuando suene el despertador para ir al café. El plan C es una sesión fotográfica en casa de Monique, cenar juntas comida vegetariana y fumar marihuana y acabar con las mismas ojeras y buscando a oscuras en su armario algo que ponerme y coger el metro pensando que, a este paso, llegará un tiempo en que toda su ropa y sus discos estén en mi habitación y toda la mía y los míos en su casa.

Y mientras medito todo esto me siento una frívola, porque en realidad lo que me habría gustado gritar es que me importa un comino que Alonso haya ganado en Mónaco y que me siento triste porque Carlos Gaviria ha perdido las elecciones en Colombia.