18 janvier 2005

Taking off / Taking on


Taking off
Cada mañana, a la hora habitual, me encuentro con las mismas personas en el metro. A muchas ya las saludo, porque han dejado de ser extraños seres que corren escaleras abajo y se precipitan sobre los vagones, porque se han convertido, siquiera por unos segundos repetidos durante meses, en mis acompañantes habituales hasta la escuela o el despacho.
Con estas personas mantengo una relación extraña. No sé sus nombres, ni dónde trabajan o estudian, pero veo sus ánimos, sus alegrías y tristezas, sus faltas de sueño, si se han afeitado o maquillado o no, conozco sus vestuarios de los días laborables, comparto sus fríos. Incluso sé si han ido de rebajas, como ahora.
Esta mañana, por ejemplo, una pareja que viaja siempre junta no lo ha hecho hoy. La chica, que debe tener algunos años más que yo, pero pocos, ha aparecido sola en el andén. Ayer, mientras esperábamos sentados, la vi discutir con su novio (lo supongo: no tienen anillo de casados). La discusión fue en voz baja, pero evidente, hasta el punto de que él se quedó sentado cuando llegó el tren y dejó que ella se fuese (o al revés, ella se fue y lo dejó a él sentado, qué más da).
Hoy, cuando llegué al andén, la chica ya estaba allí, con el rostro desencajado y tiritando de frío. No tiene quien la cobije, pensé, como otros días. Luego, ya en el interior del vagón, se sentó a mi lado dejando un asiento entre ambas. Nadie se sentó ahí durante todo el trayecto, a pesar de que había mucha gente de pié, como si el subconsciente colectivo hubiese acordado guardar respeto a una situación que rompía con la norma cotidiana.
Cuando la miré, de soslayo, se frotaba la nariz con el puño y estaba llorando, con esa forma de llorar que tenemos los mortales cuando no queremos que los demás se den cuenta. Con ese mismo disimulo, cogí un pañuelo de papel de mi bolso y se lo di y ella me miró, amagó una sonrisa y me dio las gracias.

Taking on
Nada más apagar el despertador, F. tocó con los nudillos en la puerta.
-Rose, ¿puedo pasar?
Encendí la luz de la lamparilla y vi su cabeza asomada.
-Buenos días –me dijo.
-¿Llegas ahora? –le pregunté, extrañada porque aún estaba vestido.
-Hace un ratito –respondió-, pero he esperado a que suene el reloj para no despertarte.
Se acercó y me dio un abrazo.
-¿Y qué tal, cariño?
-Bien, muy bien... Cuando cerramos el bar, nos quedamos tomando una copa, después de limpiar. Pero quiero contarte algo.
Su rostro, a pesar del cansancio, reflejaba una cierta felicidad nerviosa, impaciente, que no podía esperar ni un segundo para salir. Me lo fue contando mientras me duchaba, sentado en la tapadera del váter, mientras me secaba, preparando el desayuno...
-¿Recuerdas a J.?
-No, la verdad.
-Sí, Rose. Aquél chico que conocimos la semana pasada, en la fiesta de...
-Ah, sí, lo recuerdo.
-Pues ha estado en el bar. Nos hemos pasado dos horas hablando, y luego me ha acompañado hasta el portal, como en las películas americanas.
-¿Y bien?
-Pues muy bien... creo que me he enamorado.
Volvemos a abrazarnos.
-Te enamoras rápido, F. -primera risa matinal-. Pero bueno, me alegro de que estés contento. Mucho.
-Gracias, sí que lo estoy.
-Hey, estás helado. ¿Hace mucho frío?

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