10 février 2007

Plenitud

El desgarro te arrastra cuando menos te lo esperas: es lo bueno de encontrarte un buen día y darte cuenta de que la felicidad te ha atravesado con su espada y ha dibujado en tu cara una sonrisa inesperada ante el espejo. Además, no sabes explicarlo bien, sólo puedes agradecerte que haya sucedido y poco más; acaso, esperar a que se quede un largo tiempo y se desvanezca muy lentamente y no lo olvides para que vuelva pronto.
El desgarro es como un orgasmo furibundo y veloz: llega, se aloja hasta en donde pensabas que no tenía sentido y se expande por la sangre y tienes que mover las puntas de tus dedos para no crear coágulos de sorpresa. No gritas, no gimes, no te retuerces, no te quedas arrasada por el deseo de que nunca se acabe, de que te alcance el rayo y te conviertas en estatua de sal, pero es, a fin de cuentas, placer: como una infusión, te devora poco a poco y tus ojos se recubren de brillo y tu cuerpo responde al impulso como eso que llaman amor.
Esta noche pasada tuve un sueño muy feliz que no recuerdo. La cama, al levantarme, estaba empapada en sudor: un sudor de complacencia absoluta. Nada pasó antes de dormir: no tiene explicación. Pero pasó, y ahora lo saboreo como se debe saborear el último momento de la vida antes de desplomarte hacia esa dulce desmemoria que debe ser la fuga hacia la muerte. Y sonrío con mi habitual sonrisa hierática. Y me siento llena.

2 commentaires:

nisel garad a dit…

muy bueno. me gusta mucho como escribes.

Remo a dit…

chachi que sí