Un amigo me contó que un día no le apeteció salir de noche, que prefirió quedarse en casa, viendo la tele, y que ese día empezó su perdición. A la mañana siguiente fue a comprarse una bata y unas zapatillas. Luego alquiló una película, y también dejó de ir al cine. Llenó un mueble con botellas de los licores que solía tomar en los bares y, en vez de cenar cualquier cosa en cualquier sitio, guardó en un cajón de la cocina todos los folletos de comida para llevar a casa. Semanas después, preparándose el desayuno, vio su rostro reflejado en el cristal de la vitrocerámica. “Había envejecido veinte años”, me dijo espantado.
Supongo que llegará un día en que me sienta mayor. Lo leí hace poco, creo que en un libro de García Márquez: una persona empieza a ser adulta cuando se mira al espejo y ve a su padre. O madre, claro. No es que me dé miedo crecer, ni tampoco parecerme a mis progenitores. Pero sí me asusta pensar que, un mal día, dejase de ser la que va descalza por los pasillos y piensa que cada hora es un regalo que no se puede desaprovechar.
Supongo que llegará un día en que me sienta mayor. Lo leí hace poco, creo que en un libro de García Márquez: una persona empieza a ser adulta cuando se mira al espejo y ve a su padre. O madre, claro. No es que me dé miedo crecer, ni tampoco parecerme a mis progenitores. Pero sí me asusta pensar que, un mal día, dejase de ser la que va descalza por los pasillos y piensa que cada hora es un regalo que no se puede desaprovechar.
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