Me dijo que no sabría explicármelo con palabras. Ocurre, eso es todo, añadió. Me gusta oírte hablar en ese francés tan bretón, me gusta tu forma de ser, de ver las cosas con calma, de callar cuando es preciso, de intervenir en las discusiones de la casa para poner paz, de echar azúcar en el café, de mirar a la gente, de sonreír cuando sonríes, de andar por el pasillo, de vestir como te vistes, de comer con la boca cerrada, de dar confianza a todo el mundo, de salir del baño enredada en tu toalla, de oír tus pasos cuando vas descalza, de fregar los cacharros de la cocina, de tararear tus canciones españolas, de sentarte con las piernas cruzadas, de quitarte las gafas de sol, de marcar los números en tu móvil... y también de preguntarme por qué, y de ver tus lágrimas ahora, mientras hablo.
¿Damos un paseo? Le pregunté, y aceptó. Luego, en el ascensor, le di un abrazo. Lo siento, dije. No te preocupes, son cosas que pasan, respondió. Caminamos en silencio por las calles, esperando no sé bien qué, pero nos sentó bien. Luego, al volver a casa, tomamos un café y empezamos a hablar de sus estudios, de mi nuevo trabajo, de las manías de los demás, del frío que hace en París...
¿Damos un paseo? Le pregunté, y aceptó. Luego, en el ascensor, le di un abrazo. Lo siento, dije. No te preocupes, son cosas que pasan, respondió. Caminamos en silencio por las calles, esperando no sé bien qué, pero nos sentó bien. Luego, al volver a casa, tomamos un café y empezamos a hablar de sus estudios, de mi nuevo trabajo, de las manías de los demás, del frío que hace en París...
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